PINTARTE

A veces siempre solía mirarle pintar cuando, ingenua de mí, creía que no sabía que le observaba. Él tenía esa especie de radar que le indicaba SIEMPRE el momento en el que me movía, entraba o salía; no una obsesión, sino simplemente esa cualidad de saberlo.

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—Me gustan esas mariposas, gran artista. 

—Pues no sé porque. Son una horripilación que cubren su cuerpo, como si tuvieran el simple derecho de tocar su fina piel. 

—Si no te gustan, ¿por qué las has dibujado? ¿No hubieras quedado más a gusto con el cuadro si simplemente la hubieras omitido? El esbozo de la chica ya es precioso de por sí.

—Lo he hecho, amor, por una simple y sencilla razón: identificación. Esas plantas, esos matojos que crecen sobre su cuerpo y se funden con su piel creen tener el derecho de poseerla, de hacerla suya. Y las mariposas, esos insectos de alas coloridas y delicadas se posan sobre ella creyendo poder mitigar su belleza, creyendo que serán capaces de tomarla y ser así más hermosas. 

—Vas a hacer que me ruborice. Te he dicho mil veces que no me gusta que me hables así de tus cuadros. 

—¿Y por qué razón, amor? Si son el reflejo de lo que veo en ti, de todo eso que, por estupideces establecidas por una sociedad podrida y decadente, crees no poseer. Pero lo tienes, ahí, más a la vista de lo que nadie puede nunca imaginar. Y tan solo yo tengo el inmenso placer de observar.

—Ya, pues tendré que tatuarme una mariposa o algo para parecerme a ella, gran artista.

—Ni se te ocurra. Solo yo puedo cubrir tu piel y solo yo seré quién lo haga. Como ya te dije el día que nos conocimos, alguna vez tendrás que dejarme pintarte.

—Pero si no dejas de pintar cuadros de mí. 

—He dicho pintarte, no pintar sobre ti.