Contra mi misma.

La manera que tenía el mundo de girar alrededor de mi.
La presión en mi clavícula derecha.
La postura encogida de mi cuerpo.
El dolor.
Tan certero, simple, devastador, inexplicable y caótico como el dolor.

La incertidumbre. 
La asfixia. 
Las formas, luces y colores difuminados.
El primer pinchazo. 
El segundo.
El frío. 
Las náuseas. 
La oscuridad y el pitido que la acompañaba. 
La espera. 
Y la continuidad de ese dolor, del cual no había manera de librarse. 

Más espera.
Por supuesto, con dolor.
Algún aviso.
La compañía.
La soledad.
El cansancio y los calmantes.
Frío, otra vez, pero esta en los pies.
El dormir sin saber cuando cerré los ojos.

El no saber. 
El sin sentido.

Cierta calma.
Aguanta.
Escucha.
Asiente.
Asimila.
Demasiada anestesia.
Las voces.
La nitidez.
El agua.
Las agujas.
Las bolsas sobre mi cabeza.
El ardor de mis venas.
Y no, no he olvidado el dolor.

No poder estar. 

El tirón sobre mi piel.
Los finos hilos atravesándome.
El querer y no poder.
El esperar un poco más.
El metálico sabor en mi boca, continúo.

Marchar a un hogar no propio

.
En ocasiones nuestro propio cuerpo nos marca un límite, un límite que por no atender o no buscar, acabamos pasando sin ser conscientes de las consecuencias que puede tener para nosotros en un futuro. 
Y esas consecuencias, queramos o no, nos acompañaran para el resto de nuestra vida cambiando por completo cómo vivíamos, puesto que incluso pueden llegar a estar en contra de nuestros propios principios. Hay que saber cuando esos principios son derrotados por una buena causa.

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